Cuando la tierra
tembló y acabó con la vida de su guardián, él se liberó de la jaula que lo
aprisionaba. La luz del día lo encegueció. Esperó en vano que alguien detuviera
su huída pero descubrió indignado que lo único que se había interpuesto entre
él y su libertad era aquel viejo que le daba la comida diariamente entre
amenazas y latigazos. Caminó como si fuera invisible entre las desgraciadas
víctimas del capricho de la tierra. Intentó correr pero sus piernas no respondieron,
ya no era más que un pobre toro viejo y aunque no podía ver su imagen, su cabello blanco
y sus manos arrugadas le contaban la tragedia de su juventud apagada en las
sombras de un encierro sin sentido.
La tierra volvió a
temblar y él cayó de bruces. A lo lejos pudo divisar las ruinas de la casa que
el canalla de su hermano le había quitado. Con pesar recordó su rostro el único
día del encierro en que lo había visitado. “Me quedo con tu casa, tu fortuna y
tu familia”.
Se incorporó como pudo
y se acercó a la ruinosa vivienda que parecía abandonada. Se detuvo frente a la
puerta. Una mujer que pasaba por el lugar le advirtió:
-Anciano no entre, está
maldita.
El viejo la miró
horrorizado.
- ¿Por qué dices eso
mujer? ¿Dónde están sus habitantes?
- Muertos, todos
muertos -le gritó sin detenerse- no hay más que fantasmas allí.
El viejo sintió como
corrían las lágrimas por su mejilla. La esperanza había coleteado como un pez
rojo recién pescado pero finalmente había muerto. Maldijo y deseó que la tierra
temblara nuevamente, pero la tierra no
tembló.
Bien bien
ResponderEliminarGracias!!!
EliminarNunca tuvo un lunar tantas ganas de que lo rascaras, un volcán tanto miedo de parirse o un temblor de llegar y lugo irse, como cuando le fue maldita su presencia, por boca abierta y sin mesura...Escribes pulcramente del dolor, te bendigo por eso Renate...
ResponderEliminarJosé, muchas gracias por tu comentario. Un abrazo!
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